Este es un fragmento de cabo trafalgar, una obra de Arturo Pérez-Reverte. En este trocito nos cuenta bajo su opinión personal como debió de ser la charla de antes de decidir salir al encuentro de los ingleses en aguas del Mediterráneo, junto a trafalgar:
De cualquier modo, salir en busca de los ingleses era poco aconsejable, según se planteó de común acuerdo al final del consejo: se avecinaba mal tiempo y era mejor seguir allí, de momento, obligando a los ingleses a un largo bloqueo que desgastaría sus fuerzas pese a tener cerca la importante base de Gibraltar. Al cabo ése fue el informe enviado por Villeneuve a París. Pero en el consejo las cosas no transcurrieron tan plácidamente como el informe hacía creer. Los franceses (pese a que ellos mismos tenían graves deficiencias en sus barcos y tripulaciones, diezmadas por la reciente revolución y por el desastre de Abukir) empezaron la charla muy sobrados, o-la-lá, confundiendo la prudencia realista de los españoles con pura y simple caguetilla. Gravina, el almirante español, estuvo callado al principio, dejando al mayor general Escaño poner las cosas en su sitio: barcos escasos de tripulación, dijo, insuficiente armamento, el Santa Ana, el San justo y el Rayo (el abuelo de la escuadra, construido en La Habana, con cincuenta y seis tacos de servicio en las cuadernas) recién salidos del arsenal y faltos de todo, la marinería inexperta en la maniobra y el manejo de los cañones, y algunas dotaciones que hace ocho años que no navegan. Hasta ustedes, les dijo a los gabachos, han tenido que completar tripulaciones con soldados de infantería que apenas tienen ropa, están enfermos y no han pisado un barco en su vida. Mientras que los ingleses, fogueadísimos, llevan ininterrumpidamente en el mar desde el año 93, que se dice pronto. Además el barómetro baja, añadió Escaño, y se avecina mal tiempo. En ese punto el almirante franchute Magon (un chulo de aquí te espero) dijo:
-Aquí lo que baja es el valor.
Y puso cara de fumarse un puro. Entonces Dionisio Alcalá Galiano, comandante del Bahama, hombre por lo general finísimo y mesurado (con una biografía impresionante: cartógrafo, científico, explorador y excelente marino), dio un puñetazo en la mesa y lo invitó a salir afuera para repetir eso mismo pero con una espada en la mano, a ver si lo que bajaba era el valor de los españoles o el nivel de ingresos en el barrio chino de Marsella de la madre del señor almirante Magon.
-¿Ha usted comprí o no ha usted comprí?
-¡Nomdedieu!... ¿Quesquildit cetespagnol?
-Digo que su señora madre se la tiran pagando.
-¡Mais vuayons!... ¡C'est inaudit ni jamais escrit!
-Perdona, chaval, pero no hablo catalán. ¿Du yu spikin spanish?
Al final se puso paz a duras penas, pero luego fue Villeneuve quien volvió a la carga, el cielo abierto, diciendo que bueno, que si los españoles no querían salir, no se salía. Pas de probleme, mes amis. O sea. Dacord. Y ahí fue el educadísimo y diplomatiquísimo almirante Gravina, que también empezaba a mosquearse, quien se vio obligado a precisar que los españoles estaban dispuestos a salir si se les mandaba que salieran. ¿Comprí, mesanfants? Nus sortons silfó y si no fó también sortons (como era tan finolis, Gravina sí que hablaba un francés de puta madre). Y recordó al señor almirante Villeneuve que, en vez de marear tanto la perdiz (mareer la perdrix), más le valía tener en cuenta que siempre que se operó con escuadras combinadas (combinés), los navios españoles fueron los primeros en entrar en fuego y bailar con la más fea (danser avec la plus espantose); como en Finisterre, y no es por señalar (pur signaler), donde los navios franceses de ustedes, tan intrépidos, desampararon al Firme y al San Rafael y se quedaron rascándose los huevos (se touchant les oeufs) mientras, después de batirse los nuestros como leones (su propio emperador lo dijo), se los llevaban apresados los ingleses por el morro. ¿Nespá?... Dicho lo cual, como los franchutes aún se miraran unos a otros con ojitos de guasa, como diciendo a nosotros nos la van a dar con fromage estos pringadillos, Gravina se olvidó de la diplomacia, de las recomendaciones de Godoy y de sus bailes con la reina, se puso en pie y dijo: pues vale, colegas. Hasta aquí hemos llegado. Jusqua icí exacteman ojurduí. Para cojones los mios.
-A la mar ahora mismo, todos. Y maricón el último.
Y los otros españoles se levantaron con él, diciendo eso, qué hostias, a la mar todo cristo y que salga el sol por Antequera. Cagüentodo ya. Tras lo cual Villeneuve recogió velas y dijo pardón, mesiés, tampoco es para ponerse así, jamais de la vie, no es cosa de salir de cualquier manera, veamos, Voyons mes camarades. Serenité, egalité, y fraternité. Votemos. Y votaron, claro. Magon votó por levar anclas. El resto, los españoles, Villeneuve y también sus tigres gabachos de los siete mares que se comían a los ingleses sin pelear, votaron por no salir, de momento. Y ahí quedó la cosa. Lo que pasa es que, a los pocos días, Villeneuve se enteró de que Napoleón, que estaba de él hasta la punta del nabo, mandaba al almirante Rosily para relevarlo y con la orden de que volviera a París, donde los periódicos los estaban poniendo también a caer de un burro. O sea: que se quite de en medio ese subnormal y se presente aquí cagando leches, que uno de estos días tengo que irme a machacar un poco a los austriacos, ganar la batalla de Austerlitz o alguna de ésas y entrar en Viena y toda la parafernalia, pero antes le voy a arreglar el pelo. Joder. Entonces a Villeneuve le entró el pánico, claro, porque el Petit Cabrón, a las malas, era peor que Nelson un rato largo. Y decidió que, en fin, mejor salir y jugársela, aunque fuera sin esperanza de comerse un colín, a verse en el paredón o con la cabeza metida en el invento del doctor Guillotin. Y bueno. Llamó a Gravina; y éste, que después de lo dicho ya no podía volverse atrás, y además tenía encima de la chepa al hijo de puta de Godoy diciéndole por correo, a diario, que tragara cuanto hubiera que tragar y que cumpliera las órdenes del franchute a rajatabla, no se fuera a cabrear el Napo de los huevos, no tuvo otra que encojerse de hombros y decir vale. Okey, Mackey. Levemos anclas y que sea lo que Dios quiera. Como apuntó el mayor general Escaño cuando los capitanes españoles se despedían unos de otros: que no quede nada por hacer, hijos míos. Así al menos, salvaremos el honor. Y allí estaban todos ahora, salvando el honor a falta de otra cosa, cerca del cabo Trafalgar, metidos en la mierda hasta las cejas, arrastrando consigo, en tan inmensa gilipollez, a miles de desgraciados a los que el honor, el valor, el pundonor y toda aquella murga terminada en or se la traía, la verdad, bastante floja.